Convengamos que una de las pocas verdades de este mundo es que todos tenemos ancestros.
Pero que esos antecesores hayan conformado una familia es algo cuanto menos dudoso y las dudas, ya se sabe, hay que apagarlas rápido y con lo que se pueda. Una herramienta útil contra esos incendios mentales es la creación de la liturgia de lo familiar que tranquiliza y sienta bien.
"Ya te va a llegar", "¿Cuándo se casan?", "¿Y no piensan tener hijos?", "Todo lo que no malcrié a mis hijos, ahora lo hago sin culpa con mis nietos" Y así, miles.

Algo que tampoco nadie cuestiona es que las familias crecen de manera exponencial, que tienen ese don de  entrecruzarse y multiplicarse hasta el infinito. Esa parece ser la “lógica” normalizada. Pero, ¡sorpresa! no siempre es así. Parece que por las mismas razones que es sí, en algunos casos, es que no. Hay familias que se diluyen, se apagan, se secan como plantas por falta o por exceso de riego y entonces… no más esa sucesión de individuos con futuro y pasado atravesado. Se fini. Se terminan,  ya está.

Muchos ya pensaron en las familias, claro y trataron de encontrarles un significado dentro de la moralidad, la religión, las construcciones colectivas basadas en el amor o la conveniencia y cosas así. Su punto máximo, su finisterre de la observación es que "cada uno tiene la familia que se merece". ¿Merecer? De verdad... ¿merecer? Suena a justicia divina, ¿no? Que loco… ¿Quién no conoce padres o madres que deberían haber hecho cualquier otra cosa en su vida menos ser padres y madres? O por el contrario, ¿quién podría dudar de que el general Don José de San Martín, libertador de América y padre de la patria, no se "merecía" una enorme familia, con muchos descendientes que esparcieran por el mundo su genética inmaculada? Pero no, Don José tuvo solo una hija, que a su vez tuvo solo dos hijas de las cuales una murió siendo niña y la otra, enfermera heroica, dejó esta tierra rodeada de afectos y admiración pero sin hijos. 
La rama sanmartiniana del general se desvaneció, permítanme decirlo, sin merecerlo.

A esta altura, me parece que en realidad, las familias son casi como necesidades fisiológicas: respirar, comer, cagar, co… Abracadabra! Habemus familia.

Sí, ya sé: hay explicaciones mucho más serias y complejas sobre este asunto de la familias: el deseo, las pulsiones, los mandatos, etc, etc, etc… La supervivencia, la trascendencia, la base de la sociedad… El amor. Bien, digamos que sí. Un algo de ese todo hay en cada una de ellas, incluido el “no nos une el amor, sino el espanto”, marcadas por esa imposibilidad, a veces, de saber “qué signo tiene el amor”
Pero no nos detengamos en el bosque, que lo que es más interesante observar esta vez, son los árboles.
Convengamos que sin lugar a titubeos podemos decir que las familias existen. Es más, con esa hermosa diversidad y riqueza del lenguaje que se pierden los anglosajones, además de existir, las familias “son”. ¿Y qué son? Bueno, esto no es un tratado de psicología, sociología, filosofía o genética para que nos ayude a conformar una respuesta. Avancemos sin ella.

Algunas familias, sea por lo que sea que hayan empezado, un día por una suma de acciones o inacciones, se acaban. Y esta es la historia de una de ellas: la mía.





Aurora


¿Por qué una joven de 17 años deja su casa, su pueblo, su país, para ir a trabajar de sirvienta a doce mil kilómetros poniendo un océano de distancia en el medio? No lo supimos y ya no lo sabremos nunca. Esta es la historia de mi abuela Aurora y es ese misterio original el que convierte este relato en una narración de sus silencios.

Sabemos que era gallega, nacida en un pequeño pueblo cerca de Lugo y que con hermanos y sus padres todavía vivos un día se subió a un barco y se fue. De ese lugar solo volvió a saber por cartas que llegaban de vez en vez, con noticias sustanciales alegres o tristes, nunca con banalidades. Como sus tres años de escuela no fueron suficientes y eso de las letras se le hacía tarea difícil, eran sus hijas las que le leían esas palabras escritas por manos torpes y en sus tonos monocordes les oía decir que era tía, que se casaba la pequeña o que madre había muerto. En esos casos de despedidas diferidas, el aire se congelaba y tras un silencio oscuro, ella les arrebataba el papel y desaparecía algunas horas en su cuarto. El amor seguramente estaba ahí, ahora inundado de pena, pero no era algo para andar mostrando en público.

Enfundada en sus 17 años y su osadía, en cuanto llegó a Buenos  Aires entró a trabajar en la limpieza de una enorme casa de dos pisos. Su vida era ahí, entre salones, cocinas y cuartos de servicio. Hasta que un día, un año después, los patrones le presentaron a un italiano con trabajo estable como sereno en el mercado de los que eran dueños, que sabía casi nada de español y con tres hijos criándose en casas ajenas. Mi abuelo José. ¿De qué hablaban? ¿Qué habían visto el uno en el otro? ¿Cuál era la opción peor a esa sencillez que los unió? ¿Tendrían otros sueños? ¿Mejores?

“Vivamos juntos”, dicen que le dijo. Y él aceptó. No necesitó más lenguaje para pasar de sirvienta cama adentro a concubina -nunca podrían casarse porqué él estaba casado en Italia-, madre de hijas propias y ajenas y con trabajo en casa de costurera. Y puesto así, al enumerar los detalles, parece obvio porqué la abuela Aurora se quedó con ese hombre que la vida le puso delante con quien vivió hasta su muerte. ¿El amor de su vida?  No lo sé. Tal vez una Aurora de 16 o 17 años había encontrado ese tipo de amor en su pueblo, tal vez un amor prohibido, tal vez un amor que la había abandonado y ella, hecha de roca y viento, encerró su corazón para siempre en algún lugar de ese pueblo a los que no volvería jamás.

Y en este lado del océano creció y se endureció la Aurora “indiana”, que junto a su compañero compraron un terreno en las afueras, con dos habitaciones, una cocina y un baño arrinconados en el fondo. Y empezaron a edificar la que sería la casa familiar en la parte de adelante pero primero rellenaron el espacio intermedio de piezas para alquilar  a otros migrantes, con un baño, una cocina y un par de piletones como lavandería comunitarios. Y se llenó de gente con sueños que entraban y salían, con escándalos y fiestas, con idiomas y acentos que se encontraba en algún lugar, algunas veces. Una gran ajenidad organizada.

Ella lo empujo a que recuperara esas dos hijas asiladas en otras casas y tuvieron luego otra hija, mi madre. Los cuatro estaban bien, con una conducción férrea, creciendo en una cultura de trabajo y sin privaciones. Hasta que un día, Aurora se enfermó. Sufría del corazón: ah sí doctor Freud, así se decía antes cuando el corazón agotado ponía condiciones a la vida común. Tenía 36 años y la solución a la que la empujaron fue tener otro hijo. Y así llegó mi tía, para ser remedio de un corazón cansado. ¿Ella pensó que iba a funcionar? ¿Ella creyó que la maternidad sana? ¿O confió en que la alegría arreglara unos pulmones sin aire, un corazón desterrado?

La abuela Aurora fue, durante 25 años la abuela enferma. Por su corazón herido, todos los disgustos debían evitársele, todas las malas noticias ocultársele y todos los fines de año pasarlos a su lado porque tal vez, ese sería el último. El corazón de Aurora era el eje de ese universo de pocas palabras y pesados silencios.

Un febrero, sentada sola en su silla de paja en la vereda de la casa familiar, su corazón dijo basta y se paró sin preámbulos.
Y entonces Aurora partió una vez más, abrigada por el mismo misterio con que había constuido toda su vida.

Mil hijos


José era mi abuelo José pero era además un hombre, italiano, inmigrante, analfabeto y bastante indiferente. El nació Giuseppe allá en la Calabria de principio del siglo veinte, en un pueblo rodeado de naranjos y tierra seca.
La primera gran guerra la pasó cuidando cabras en la soledad del campo porque era demasiado joven para combatir, pero como al resto de los que sobrevivieron no pudo evitar las secuelas de hambre. Siguiendo a otros paisanos que juraban que acá en las pampas había trabajo, espacio y paz para todos, llenó su valija y dejó el pueblo, pero para ese entonces ya tenía esposa y un hijo a los que seguramente, les prometió “manda a llamar” una vez instalado o como sea que eso se diga en calabrés.

De mi abuelo solo recuerdo algunas historias y todas son prestadas. No tengo ni un solo registro de haber hablado nunca con él, aunque seguro algo nos habremos dicho. Todo lo que tengo son pases de factura de mi madre, anécdotas de padre tosco y sobreprotector de mi tía y la escena repetida hasta al infinito del ofrecimiento de ricota a mi hermana que siempre consideré como una muestra de afecto, o por lo menos, el mínimo registro de su existencia para el viejo. Era así: él decía:
- Lila, ¿Querés ricota?
- No abuelo, no me gusta –respondía ella
- Mm –decía él, con una m a boca cerrada y una leve sacudida de cabeza.
Y eso era todo hasta la próxima vez, en que olvidado absolutamente este diálogo, lo volvía a empezar.

Según mi madre, cuando Giuseppe empezó a ser José, era un joven que no sabía ni media palabra de castellano y que vivía con otros como él en habitaciones alquiladas. Un día se juntó con una mujer que ya tenía una hija bebé y con la que pronto tendría otra propia. Era sin duda un hombre tranquilo, respetuoso y confiable, no había ido a la escuela pero lo del trabajo y el dinero los tenía bajo control. No conocía ni una letra del alfabeto, pero los números y las cuentas las manejaba mejor que nadie. Ese silencio que traía de su pueblo de naranjos, lo acompaño siempre. No elevaba la voz, no recuerdo haberlo visto enojado o discutiendo, la mujer con la que había formado nueva familia no hablaba italiano y él tampoco era bueno para aprender, el trabajo de sereno en el mercado donde pasaba sus noches solo y que le imponía horarios encontrados con los de sus paisanos, no lo ayudaron en la inmersión. El abuelo era un hombre solo al que le gustaba el silencio, pero no la soledad.

Había alcanzado en ese entonces un equilibrio en el que no encajaban ni su primera esposa ni su primer hijo, pero esa estabilidad tampoco iba a durar.

Su segunda mujer murió en el parto de su tercer hijo, que también fue anunciado como muerto. Mi madre supone que ese hijo sobrevivió pero que alguien debe haber pensado que “ese italiano bruto con otras dos hijas menores no iba a poder hacerse cargo” y le inventaron otro final. Eso era lo que mi madre pensaba de su padre. Siempre lo culpó de todos sus males y no perdía ocasión de mencionar lo bruto que era. Quién sabe, tal vez tuviera razón. O tal vez no. La verdad es que mi abuelo era bastante estoico sin filosofar demasiado sobre el origen de esa actitud.

José se quedó de nuevo solo, a las dos niñas se las llevó a vivir con ella la madrina de la menor, pero  no tardó ni seis meses en encontrar nueva compañera: mi abuela Aurora.

Con ella aprendió todo el castellano del que fue capaz, con ella construyó su casa, tuvo dos hijas más y transitaron juntos la segunda guerra lejos de sus orígenes. No coincidían n a veces, porque la gallega era de carácter contestatario, pero siempre llegaban a un acuerdo. El trabajo que más le costó fue convencerlo de que viajara de vuelta a su pueblo para visitar a su hijo. No es que él lo hubiera olvidado, simplemente no tenía el coraje para volver a relacionarse con ese bebé que ahora sería un joven de bigotes. Pero finalmente, lo hizo.

El día que José volvió a ser Giuseppe, encontró a su pueblo y los naranjos inmunes a las guerras. Seguro atravesó las calles eternas, esperando que el reencuentro no le hiciera mucho daño. Golpeó la puerta de su casa porque aunque tenía las llaves, no le pareció adecuado entrar sin anunciarse.

El salón estaba lleno de gente, hombres, mujeres, niños y solo una mujer de su edad. Entre toda esa muchedumbre se dibujó un joven que por un momento pensó que era él mismo antes de partir. El resto, los veintitantos que rodeaban a su mujer y a su hijo, no tenía la menor idea de quienes eran. Al verlo en la puerta, hasta los niños contuvieron el aliento. Uno de ellos, no importa cual, se acercó y se presentó. Giuseppe escuchó un nombre, cualquier nombre, y luego su mismo apellido. Ese hombre le explicó que ahí estaban también sus hermanos, ocho nombres diferentes, sus mujeres, otros ocho nombres olvidables, y sus hijos, que no era necesario identificar. Le contó que su madre, su mujer, les había puesto su apellido porque él era su marido y no quería que ninguno de sus hijos fuera ilegítimo. Ese hombre, con la voz oscura, le decía que sabía que eso no había estado bien pero que por favor, por favor, no les quitara su apellido.

Giuseppe pensó en sus hijos, allá del otro lado del océano, ilegítimos en tiempos en que eso importaba y recordó, vaya a saber porqué, su primera noche con María después del casamiento. Le había dicho aquella vez: "Vamos a llenar este pueblo. Te voy a hacer mil hijos"

Ante la mirada expectante de todos, Giuseppe por fin dijo "mm" con la boca cerrada y una leve sacudida de cabeza como asintiendo. Y mirando a María agregó: "come ti ho promesso"